martes, 1 de septiembre de 2015

Falsa historia de amor

Ella fue una princesa a la que nunca le faltó de nada. Tenía todos los vestidos de la ultima colección. Y muñecas de porcelana que costaban tanto como un riñón.

Su familia no era rica y a veces pasaba hambre. Pero no podía permitir que su princesa, su dulce princesa, pudiera por un rato sucumbir a la tristeza.

Nadie preparó a aquella princesa para la frustración, pero si para gastar y ser siempre una belleza.

Creció siempre en un mundo donde sólo importaba el dinero y el físico. Nunca supo lo que costó ganarlo mas sabía bien como gastarlo.

Siempre se negó a prescindir de esa vida pues no creía poder vivir sin los vestidos de Balenciaga o los bolsos de Gucci.

Y consciente de ello se lanzó a la búsqueda de ese príncipe perfecto que tuviera belleza y también mucho dinero.

A él le mostraron un mundo diferente. Que lo que ocurre en casa no debe salir hacia fuera. Que al final lo que importan son por siempre las apariencias.

Y así iban siempre en casa: de punta en blanco aunque en el hogar nada había: ni comida ni muebles ni vajillas.

Desde pequeño aprendió que saca mas quien pide que quien da y desde pronto se aprovechó de todo el mundo.

Cuando se conocieron, se enamoraron al momento. Él vio en ella una chica guapa y con dinero. Ella a un príncipe ideal al que no le faltaba un detalle.

Y vivieron todo el noviazgo ocultando sus verdades. Él la llevaba a lujosos hoteles y después se iba sin pagar. Cogía el coche del vecino sin permiso, y después le informaba por SMS.

Es triste vivir así, pero, por las apariencias, lo que haga falta.

Cuando habían programado la boda y se iban a casar, se dieron cuenta del engaño del otro. Tras discutir un buen rato, decidieron no parar la boda.

Hicieron una boda ostentosa, donde nada faltaba y dejaron todo a deber.

Alquilaron un palacio pero nunca pagaron el alquiler, por lo que al final los echaron.

No tardaron en encontrar otro pisito, céntrico y amueblado; jugando a ese mismo juego los dos siguientes años.

Llegó un momento en que nadie se fiaba y les costaba jugar a ese juego que jugaban.

Ella le echó a él toda la culpa y se marchó de casa. Aún estaba de buen ver y podría encontrar un ricachón solitario.

El siguió jugando a la picaresca hasta que no tuvo fuerzas.

Y acabaron, solitarios, creyéndose aquello que en realidad nunca fueron pero siempre jugaron a ser.

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